No solo de narrativa vive el lector. Uno de los mayores motivos para que el ser humano ideara la escritura fue la necesidad de hallar un método que conservara en el tiempo las obras del pensamiento y del espíritu de las correspondientes civilizaciones y culturas. Los sabios de la antigüedad que no recurrían a la palabra escrita como forma de difusión de sus doctrinas, sí contaban con una legión de fieles discípulos que se preocuparon a posteriori de registrar las enseñanzas de sus maestros, para así perpetuar su labor más allá de la muerte.
Cualquier momento es bueno para el cultivo de la mente y el espíritu. Las grandes obras del saber y la filosofía son tan imprescindibles en la formación de un escritor como cualquier obra literaria universal. Todo escritor amateur debería sentir tanta curiosidad por Platón, Aristóteles, Spinoza y Kant, como por Tolstoi, Cervantes, Steinbeck y Dostoyevski. La literatura está impregnada por todas partes de filosofía y debates ideológicos. La mayoría de grandes obras de la literatura cuentan con algún tipo de contenido intelectual y reflexivo, ya sea como parte del tema principal de la obra o como elemento integrante de las creencias y carácter de los personajes principales.
La filosofía, ingrediente fundamental para enriquecer la literatura
Es por eso que contar con un conocimiento, aunque sea elemental, de las grandes cuestiones de la historia de la filosofía, de las ideas y del saber no hace otra cosa que enriquecer profundamente la obra de un autor. Una muestra de esto se vislumbra en el personaje principal de “Crimen y Castigo”, Raskólnikov, cuya historia gira en torno a su decisión de acabar con la vida de una vieja y despreciable usurera. Raskólnikov no planea el asesinato por dinero, sino por una serie de convicciones. Él estima que dentro de la humanidad se permite a contados individuos privilegiados jugar con la vida de los demás a placer, y encima ser alabados por ello, como sería el caso de los grandes conquistadores de la categoría de Julio César o Napoleón. Mientras tanto, el resto de personas comunes deben permanecer sometidas y reprimidas por la ley, al tratarse de seres inferiores. Raskólnikov considera que él puede ser uno de esos grandes elegidos con derecho casi divino para estar por encima de los demás. Al llegar a esta conclusión, se propone probar su capacidad a la hora de decidir sobre la vida y la muerte.
Un argumento de esta clase y profundidad es imposible alcanzarlo y desarrollarlo sin contar con ciertas inquietudes filosóficas y conceptuales. El motor del comportamiento de Raskólnikov es en sí una tesis filosófica.
Es cierto que la lectura de las obras del pensamiento no tiene nada que ver con la de obras narrativas. No es tarea sencilla, la densidad del texto a veces resulta apabullante y el cansancio se apodera del cerebro con mayor rapidez. Leer con el piloto automático encendido no es posible cuando se tiene entre las manos un texto filosófico. Podemos leer veinte páginas de “Crimen y Castigo” sin dedicar la atención más escrupulosa y aún así mantendremos y conservaremos los detalles importantes. Pero ese truco no sirve para leer a San Agustín de Hipona. En el momento que desconectemos el cerebro, aunque sea una vez, habremos perdido el hilo principal de la reflexión del autor.
Por tanto, antes de sumergirse en los grandes textos de mayor dificultad, siempre es acertado comenzar por obras más sencillas y asequibles, especialmente si forman parte del génesis de este campo del conocimiento. Las “Analectas” de Confucio son la obra elegida para este artículo por suponer una de las primeras obras filosóficas de la humanidad y además ofrecer un texto edificante sin gran complejidad para el lector menos avanzado en este tipo de trabajos.
Las “Alalectas” de Confucio
Confucio ha sido durante siglos el mayor exponente de la filosofía oriental. Sus “Analectas” no fueron escritas por él, sino por dos generaciones de discípulos que decidieron anotar las lecciones que habían escuchado de boca de su maestro. Las “Analectas” son en cuanto a aspecto formal un conjunto de máximas de corta extensión, apenas tres o cuatro líneas en su mayoría. Con cada sentencia breve, Confucio pretende enseñar algún precepto moral. Por ejemplo:
“Zigong preguntó qué era ser un verdadero caballero. El Maestro respondió: Es quien sólo predica lo que practica.”
“El Maestro dijo: No os preocupéis si los demás no reconocen vuestros méritos; preocuparos si no reconocéis los suyos.”
Para Confucio la educación era la base de la grandeza de un país, y no solo la educación académica, sino también la educación moral. El concepto de caballero no era el de aquel que realizaba grandes gestas, sino el que las realizaba en base a la justicia y el buen tino. Un buen caballero debía ser magnánimo, comprensivo y respetuoso con los demás, pero sobre todo humilde. Así lo repite en numerosas “Analectas”, como la siguiente:
“El Maestro dijo: Meng Zhifan no era un fanfarrón. Cuando estaba en ruta, permanecía en retaguardia para cubrir la retirada. Solo cuando llegaba a la puerta de la ciudad espoleaba a su caballo y decía: No fue el valor lo que me mantuvo en la retaguardia, sino la lentitud de mi caballo.”
De esta forma surge el concepto de Vía, algo parecido a la Virtud, el camino por el cual obtienen el conocimiento y el equilibrio aquellos que conservan la templanza, acuden a la justicia a la hora de actuar y respetan a los mayores y los ritos.
No es de extrañar que las “Analectas” de Confucio se convirtieran en la doctrina principal del sistema imperial chino. Durante siglos, cualquier ciudadano y funcionario debía leer y conocer la obra del sabio filósofo oriental. Solo con la llegada del comunismo de Mao, Confucio fue relegado profundamente al ostracismo, puesto que se identificaba su figura con la de la divulgación de los valores conservadores y caducos del imperio. Pero lo cierto es que, aunque Confucio proclamó siempre que la autoridad debía ser respetada y obedecida, eso no significaba apoyar en ningún caso el abuso o la iniquidad de los gobernantes.
Y es que Confucio también tenía altas aspiraciones políticas. Como Platón, soñaba con instaurar en algún Estado un gobierno de los justos o de los mejores según sus criterios ideológicos, que permitiera al pueblo alcanzar el desarrollo moral y social. Desgraciadamente, el sueño de Confucio fracasó en numerosas ocasiones ante el celo de los viejos aristócratas y nobles, que veían peligrar su posición ante los revolucionarios preceptos del sabio advenedizo.
Sin embargo, fue gracias a sus esfuerzos e insistencia por mostrar a sus semejantes el camino hacia la rectitud y el crecimiento personal, por lo que su fama alcanzó grandes cotas y su doctrina logró gran difusión, llegando así hasta nuestros días. Las “Analectas” son prácticamente citas y aforismos que pueden ser leídas durante las tardes de verano en pequeños grupos al gusto de cada cual. Además muchas de ellas pueden darnos pequeñas lecciones en nuestra camino por la Vía del escritor.
“El Maestro dijo: ¿No es una alegría aprender algo y después ponerlo en práctica a su debido tiempo? ¿No es un placer tener amigos que vienen de lejos? ¿No es un rasgo del caballero no incomodarse cuando no se reconocen sus méritos?”